

El trabajo de Yolanda Relinque es un grito de afirmación y de valor, de mucho valor. Cuando el modus operandi de los seres llamados adultos asume la impostura concertada de hacer creer que todo marcha bien, que todo es perfecto; su obra se revela como una bofetada a la insolvencia de la hipocresía como bandera y estandarte de esta vida. El ensayo de Yolanda es un ejercicio de revisión, de indagación y de husmeo en los episodios –tan lapsos como inasibles- del dolor texturizado, poetizado, convertido, ahora, en salvación. La obra se traduce, por derecho propio, en una suerte de terapia, una especie de alivio ante el malestar de una cultura que se organiza sobre la regencia del dominio fálico. Ella, en su doblez y en su espesura, refrende la autoridad de esa voz desgarrada (como las primeras), que enaltecen el valor por la cicatriz frente a quienes se aferran en recordarnos la herida.
La naturaleza toda no es más que un dolor concentrado, un estado de maldición sobre el que la cultura realiza sus arrojos por medio de segmentaciones y de categorías que poco o nada aportan a la comprensión y entendimiento de las subjetividades. Es ahí, en ese lugar de encuentro y de pérdida, en el que su obra se realiza con toda la gracia y la soltura mágica de la hacedora o la alquimista. Y es que Yolanda tiene un poco de todo ello: su hacer es el de la tejedora infatigable que juega a hilar el mundo en sus zonas de destrozos y de ruinas; pero es también esa alquimista que transforma en poética la oscuridad, haciendo de ésta un espacio de luz.
Andrés Isaac Santana- curador de la muestra



